Rodrigo Rato
30 de abril de 2021
Poco después de salir de la pobreza, en la parte final, del segundo decenio de este siglo, China lanzó su ambiciosa Nueva Ruta de la Seda (Bell-Road Iniciative), al mismo tiempo que constituyó su propio Banco de Desarrollo, llamado precisamente el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras. Supuestamente más sensible que los países desarrollados compartiendo dificultades de subdesarrollo, compite directamente con el Banco Mundial dirigido desde su creación por un norteamericano. Inversiones y préstamos sin condiciones, pero hasta ahora sin donaciones, pronto se hizo con una presencia masiva en África, Sudamérica y Asia, acompañada de empresas chinas e incluso mano de obra. Hasta el griego Puerto de Pireo cayó en sus manos, coincidiendo con la quiebra financiera del país miembro del euro. Indudablemente préstamos e inversiones aumentan la influencia política. Aunque los primeros corren el riesgo de resultar impagados con los vaivenes de la economía mundial. En todo caso en 10 años China se ha convertido en un crucial inversor en desarrollo, asegurándose mercados y materias primas.
Su influencia es máxima en Myanmar, Camboya, Venezuela o Bolivia. Incluso Irán se ve atraída ante los embargos occidentales. No es fácil saber cuántos de estos préstamos han resultado fallidos, lo que complica la voluntad de los países occidentales en condonar los suyos, para evitar que sea China quien acabe cobrando. Lo que no cabe duda es que los Imperios son caros y que China quiere tener el suyo. Su ejemplo o su desafío se dejan sentir, desde luego en Asia donde Japón es ya el primer inversor regional en infraestructuras, pasando de ser un odiado expansionista durante la primera parte del siglo XX en la zona, al amable alternativa al nuevo expansionismo chino del siglo XXI. La India en colaboración con la Unión Europea acaba de anunciar su propia iniciativa en esta dirección. Pero Occidente se mueve con torpor en esta nueva diplomacia, como se está apreciando en el tema de las vacunas Covid 19 para los países menos desarrollados, con China y hasta Rusia llevando la delantera. El riesgo de una explosión incontrolada de la Covid 19 en países en desarrollo, con poblaciones muy considerables, lo que podría alargar en el tiempo los riesgos globales de pandemia parece ser difícil de asumir ahora por Occidente, lo que dice bastante de como están los liderazgos.
Ni la UE ni Estados Unidos pueden hoy igualar el poder de convocatoria entre los dirigentes africanos de Pekín y no solo por las amargas memorias coloniales, que también. Infraestructuras e incluso préstamos han agrandado la influencia de un país que hace poco más de 20 años no podía dar de comer a su población. Una innegable muestra de una asombrosa capacidad, que también se ve en otros ámbitos como la Inteligencia Artificial o las telecomunicaciones. No podemos quejarnos de que nos superen en nuestro propio juego de la competencia económica y tecnológica. Bien es cierto que este increíble ímpetu y capacidad van acompañados de injerencias territoriales en el Mar del Sur de China, que sufren todos sus vecinos, o en las represalias por criticar las violaciones domésticas de los derechos humanos y políticos. Pero sin duda muchos países ricos en materias primas y pobres en todo lo demás no se quejan de la ruptura del monopolio de Occidente en la ayuda al desarrollo. Tampoco se creen ya que China sea uno de los suyos. Pero por una vez tienen donde elegir. En este nuevo ciclo geopolítico que está comenzando, con serios riesgos de crisis financiera en varios países económicamente débiles, China tendrá que aprender que los acreedores no cobran siempre, otra verdad del capitalismo. Cuando llegue el tiempo de los impagos veremos en que lado de la mesa elige estar. ¿La veremos en el Club de París? No todo lo hecho por las potencias ex coloniales carece de sentido.