viernes, 31 de agosto de 2018

Agenda europea

Rodrigo Rato
31 de agosto de 2018

Está llegando el final de esta Comisión Europea y de este Parlamento Europeo. La crisis del euro, hasta la de Grecia, ha quedado atrás. El Brexit, como Donald Trump, llegaron pero no se han ido. Queda por saber si alguno de estos cambios ha sido para bien. Lo que sí sabemos es que las últimas contribuciones anglosajonas han sido las dos antieuropeas, sea lo que sea lo que esto quiera decir.

Jean-Claude Juncker ha resultado un hábil presidente de la Comisión, un puesto de los más imposibles del mundo. El actual Parlamento Europeo, sin embargo, ha hecho poco para que acudan a las urnas más votantes en las próximas elecciones de junio 2019. En las próximas semanas, Juncker presentará ante la Eurocámara sus planes para la recta final del mandato. Serán muchos temas, la Unión Europea (UE) lo regula todo. Pero hay algunos asuntos cruciales y que, los mencione el presidente de la Comisión o no, su sucesor se enfrentará a ellos: el Brexit, con o sin acuerdo, está a la vuelta de la esquina. Parece claro que dejar la UE no es ni fácil ni barato. El mismo gobierno británico acaba de decir a sus ciudadanos los muchos costes que seguir adelante en solitario tendrá, sin que parezca posible evitarlos. Un mal Brexit para Reino Unido no significa que sea bueno para la UE. No sólo porque Londres es un socio imprescindible en temas de seguridad, sino porque un super paraíso fiscal que se encuentre al otro lado del Canal de la Mancha, con una unión total con Europa a través de Irlanda, no va a ser fácil para una UE cada vez más alejada de generar reformas estructurales que aumenten su crecimiento.

El fuelle del actual crecimiento se ha frenado en la zona euro, pese a una política monetaria todavía muy expansiva, a lo que hay que unir el regalo de Donald Trump con el dólar fuerte. Algo malo para todos los demás países, pero no para la zona euro, ni para Japón, ni Australia o Canadá, que no tienen problemas de acceso a los mercados de capitales. Aun así el crecimiento de la eurozona como poco se suaviza y todavía tiene una tasa de paro media del 8,3%, más de dos veces superior a la de EE UU. Pero la UE es reguladora obsesiva, protectora y valora la estabilidad de precios, aunque ahora no la tiene, precisamente por su falta de dinamismo.

Menos crecimiento anuncia un cambio de ciclo. ¿Está la zona euro preparada para una desaceleración? Sin políticas estructurales ni fiscales, solo la política monetaria puede ayudar. Justo lo contrario de lo que nos estamos contando los europeos, con el mantra alemán sobre el final de las políticas expansivas heterodoxas del Banco Central Europeo (BCE), mientras los mercados prestan a todos los países europeos a lo largo de toda la curva más barato que a Estados Unidos.

Alemania tampoco está por concluir la unión bancaria europea y de ahí que los mercados valoren las acciones de los bancos europeos a la baja. Tampoco Berlín está por la labor de al menos impulsar un poder financiero europeo de carácter global, manteniendo al bono alemán como el único activo libre de riesgo de toda la zona euro. En estas condiciones no hace falta una crisis financiera mundial, solo con que los tipos de la deuda suban, en relación con los niveles reales de endeudamiento de los países, podríamos estar otra vez ante problemas de doble velocidad dentro del euro.

También forma parte de esta lista Donald Trump, un interrogante en sí mismo para la UE. Seguridad, defensa, relaciones con Rusia, con Turquía, comercio, son solo las cuestiones más llamativas en la agenda bilateral. El fin de la relación especial que
empezó en 1945 y propició la alianza transatlántica es algo posible. Algunos dicen que será algo saludable para la madurez europea. Está por ver. Lo que estamos viendo con Canadá será un camino parecido a lo que nos espera: EE UU pone en precio su mercado, independientemente de las reglas de libre comercio, y lo consigue. Es otro mundo.

El paraíso europeo resulta irresistible para unos vecinos del sur, que en 1956 eran 200 millones y hoy son 1.000 millones. La inmigración no es ahora un problema cuantitativo, en el primer semestre de 2018 han cruzado el Mediterráneo 60.000 refugiados, la mitad que el año pasado, una cuarta parte que en 2016. Pero en Alemania, Austria, Hungría, Polonia, Italia, Suecia, Holanda por mencionar los países más grandes, la inmigración es el principal problema político. Fue desde luego una de las mayores causas detrás del Brexit. E incluso en el país más generoso de la Unión, España, algo ha cambiado entre el desembarco del Aquarius en julio y el del mismo barco en agosto: ahora ya estamos en las expulsiones masivas y en caliente de inmigrantes.

La Comisión Europea tampoco es capaz de establecer una política común en esta materia. Italia ha estado estos días reteniendo el desembarco de refugiados en Catania hasta que la UE le diga qué países los van a acoger. Silencio general, eso sí con acerbas críticas –o elogios, dependiendo de quién lo haga– al ministro Matteo Salvini. Alemania utilizó la última cumbre sobre el tema para acordar con España y Grecia la devolución de todos los ilegales que hubieran entrado a la UE por sus fronteras. Pero la canciller Angela Merkel solo pudo imponerse a estos dos.

¿Cuánto tardará España en imitar a Italia? Me temo que es un tema de volumen no de principios. Una de las consecuencias más graves de la inmigración como problema político es el auge de partidos no solo xenófobos sino también nacionalistas y antieuropeos. Aunque solo fuera por esto el próximo presidente de la Comisión tendrá sobre la mesa un grave problema para el futuro de la construcción de la Unión, junto con el Brexit, Donald Trump y el cambio de ciclo.

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