viernes, 28 de septiembre de 2018

Un Estado confederal también tiene pasivos

Rodrigo Rato
28 de septiembre de 2018

La política de identidades lingüísticas-territoriales amenaza con devorar la España unida, el Estado nacional más antiguo de Europa. Pero torres más altas han caído. Las identidades (lingüísticas, religiosas, raciales, sexuales,…) avanzan en el mapa político de muchos países en detrimento de las ideologías del siglo XX. Muchos ciudadanos se inspiran en alguna identidad para buscar líderes o partidos que les prometan su triunfo, o cuando menos su relevancia. Esta tendencia es visible en muchos países desarrollados, especialmente después de la crisis económica de 2008 con su secuela de disparidades económicas, pero también con la pérdida de confianza en el mercado como asignador eficiente de recursos.

Para los españoles el riesgo de la división nacional es una desagradable sorpresa. Las cesiones de autogobierno establecidas en 1978, desde el todopoderoso Estado central de entonces, eran la segura garantía de una armoniosa convivencia entre los ciudadanos. Para Cataluña y el País Vasco ya sabemos que no es así. Pero la valoración política identitaria de la lengua existe también, con mayor o menor intensidad, en Valencia, Baleares y Galicia.

El proceso autonómico fue en muchas partes de España de arriba a abajo: las élites políticas lo plantearon a los ciudadanos sin quórums mínimos de participación. Incluso en Cataluña el Estatut inicial tuvo un resultado incierto en Tarragona, el andaluz en Almería y el madrileño nunca fue sometido a referéndum. Las sucesivas modificaciones continuaron haciéndose sin mínimos de participación. El Estado nacional ha continuado otorgando coberturas sociales, financieras, de seguridad e internacionales. A más autogobierno no ha correspondido mayor responsabilidad. No hay hasta ahora riesgos reales a las pretensiones independentistas.

Ahora se quiere utilizar el mismo sistema para pasar de un Estado nacional a otro confederal. Los políticos identitarios pretenden no responder más que ante sus Parlamentos, pero las coberturas nacionales en pensiones, desempleo, sistema financiero, relaciones con la Unión Europea, el resto del mundo, la seguridad interna y externa, deben seguir. Unas expectativas de paternalismo español que se compadecen mal con exaltadas afirmaciones nacionalistas. Se pretende que la evolución natural del Estado de las Autonomías es uno confederal. Pero no es ni puede ser así.

Para empezar, el consenso, más o menos pasivo, de la existencia de las Autonomías no existe para un Estado confederal ni dentro de los territorios afectados. No puede imponerse a los ciudadanos vascos o catalanes dejar de vivir en el Estado español en base a participaciones minoritarias. Los ciudadanos de un país democrático, respetuoso con el imperio de la ley, no tienen la obligación de participar en elecciones constitucionales. Si no lo hacen tienen la garantía que su estatus básico legal no cambiará. En la UE no hay obligación de votar para saberse protegido.

Pero además los ciudadanos a los que se les plantee la posibilidad de una confederación debe explicárseles quién responderá de la prestación de los servicios esenciales del Estado: sociales, financieros, bancarios, de seguridad, de relaciones internacionales comerciales, económicas, de seguridad. No puede tratarse sólo de tener Embajadas, representación exterior, tribunales y agencias tributarias propios, de convertir en perpetua la deuda autonómica. Estas últimas son desde luego manifestaciones de soberanía, pero hay que pagar pensiones, desempleo, emitir deuda soberana, garantizar seguros o depósitos bancarios, tener tratados comerciales, de defensa, medioambientales y un largo etcétera para ser un Estado soberano verdadero.

Todo apunta a que, nos guste o no, los españoles tenemos delante de nosotros pretensiones identitarias, alrededor de la lengua, que plantean la división de España. Puede que sea legítimo hacerlo, al menos en la España actual. Pero nadie puede sorprenderse de que ello cambie las reglas y no sólo en una dirección. Para empezar esta situación debe ser tenida en cuenta en las decisiones institucionales, financieras y competenciales que se tomen de ahora en adelante. La pretensión de que sólo unos tienen derecho a plantear la modificación de la situación establecida es una ley del embudo inaceptable y ridícula. Los ciudadanos necesitan hoy garantías claras de que sus derechos están protegidos, que no pueden verse afectados por minorías identitarias por mucho que sus políticos quieran ser ” padres” de una nación soñada.

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